Por Francisco Velásquez Gallego.
Flora es similar a una flor florecida.
La imaginaba de una manera que no se correspondía con su figura. No su belleza física que perturba a la gente, sino la calidad de inteligencia que la encarna.
Cuando me la presentaron ya la conocía, como es obvio. Mucho hablé con sus amigas para que me acercaran a ella. Quería confrontar su personalidad. Antes que mirar a la diabla quería ver la santa. En circunstancias normales. Para después formarme una idea aproximada de su manera de ser.
Fue por un poeta que tuve el honor de conectarme con ella. Un loco de Manhattan, poseído de las paganidades que apareja consigo la intensidad de la vida. Esplendoroso y cómplice de los arrebatos y dulzuras de la mal arquetipada “femme fatale”.
Supe muchas versiones de quienes la conocen, entre ellos amigos de Nueva York donde su casa es casi un templo que siempre tiene las puertas abiertas para sus conocidos. Ella es endiabladamente solidaria con las personas a quienes quiere, y no se parece a los que mantienen criterios de egoísmo en su cotidianidad.
Porque uno cree que se va a encontrar a alguien lleno de tapujos y de arrogancias, y topa con una encarnación de la sencillez más especial. Y lo mejor es que podría manejar la petulancia pero como ha sido hechura de la frescura, no le inquietan esas demostraciones sensoriales de sus colegas los actores y actrices que en general son posudos y triviales.
Flora no se arrepiente de lo que ha vivido, que ha sido intenso. Incluso desbordando tabúes y ritualizando el sentir de todos los días.
De padres colombo canadienses, goza de la doble nacionalidad, y cuenta con una familia profesional llena de satisfacciones.
La conocimos cuando llegó a Medellín para trabajar en el mayor reto de su vida: Hacer el personaje de una novela fluida pero intrascendente, y rebasar un guión que tampoco se corresponde con los afanes de una película que pueda marcar hito en la creciente filmografía nacional, aunque es dirigida por un documentalista mexicano, producida con dineros holgados y actuada por intérpretes de tres países: Otra indagación comercializada en el complejo fenómeno del narcotráfico, desde el punto de vista de la sicaresca antioqueña.
Pero muchos andamos seguros de que ella, con su versatilidad y la hermosura de su condición humana, - porque es no solo bella, sino solucionadora de problemas -, superará con creces las expectativas que tenemos sus admiradores.
Distintos a esas personas que la miran como no es. Los hombres que la ven y le espetan a uno: ¡qué labios los que tiene Flora¡, porque sólo se detienen en la primera impresión. Debieran saber lo que sale de ellos, esa voz llena de gratas palabras dichas con dicha e indescriptible ternura, que acaban de precisar la realidad de una imagen que más que sensual es intensamente humana y graciosa.
Y menos ven sus ojos que, como dice una común y adorable amiga, parecen peceras por su transparencia y la fijeza con que miran y se hacen notorios.
Así no la ven algunos de los “modelos” del periodismo nacional que se dedican a esculcarle a la imagen de Flora sus lascivias. Todavía se recuerda un enfermado reportero de televisión que no hizo sino preguntarle a través de la caja idiotizante si cuando ejercía la labor de mesera en un bar neoyorkino, los clientes le tocaban su trasero y se lo pedían. Y ella, respetuosa, no lograba que ese “gran periodista” entendiera que su trabajo era tan digno que de por si suscitaba respeto.
Se me ha parecido a Nastassia Kinski, la hija del volcán Klaus, sobre todo en su papel de madre y prostituta en una de las más sentidas películas de Wim Wenders, en una encarnación del sufrimiento humano que es incomparable, pero lo vuelvo asimilable.
“Paris-Texas” mantiene el interés sobre la desolación humana, en mucho gracias a la Kinski, arrebatadoramente inocente en la perdición que implican sus gestos de mundanidad desesperanzada. Y así hemos visualizado a La Flora cuando se prestaba a hacer papeles en telenovelas de la buena época de la televisión colombiana, es decir, cuando todavía podían verse algunos de sus programas. A tiempo comprendió que es en el cine donde tiene que realizarse.
Porque es en el cine donde se siente en su ambiente natural, y se transforma de tal modo que es capaz de interpretar los papeles más sorprendentes e incluso sin que sea el vil metal el que la provoque a actuar.
Se recuerda una historia experimental e independiente que como mediometraje filmó con unos amigos en Nueva York, dirigidos por el ecuatoriano Wilson Burbano y con el actor colombiano Juan Merchán, en la cual toda su belleza física se presta para ser vomitada en su cuerpo por el extraviado protagonista participe de una fiesta, y sin perturbarse muestra su bello rostro, cubierto con una peluca roja que contrasta con las heces humanas asidas a su piel. Y que rememoraba, sin proponérselo a la propia Nastasia Kinski en ese papel antes dicho.
Y por ello no se extraña de tales situaciones, porque en su casa la libertad se ejerce con toda la plenitud que alberga hasta los desenfrenos más rotundos de los deambulantes habitantes de la capital del mundo, ahora desolada en la tristeza de sus dos torres expugnadas. La Flora, en medio de todo, no come cuento de nadie ni de nada.
HISTORIA DE UNA FOTO
El intenso y rubicundo Ricardo León Peña Villa, en su desenfrenado ritmo que enloquece hasta al más cuerdo, llegó a hacer ensayos con Flora en Nueva York para que ella interpretara a Rosario y él a su novio bandido Ferney, en una actitud soñada que se convirtió en realidad. Incluso grabaron imágenes que le dieron rienda suelta a sus imaginarios ensayos, y que de algún modo sirvieron, sobre todo a la amiga, pues ya estaba predispuesta a lograr ser la principal protagonista del filme que ahora se rueda en Medellín.
Las placas las he tomado yo, este escribiviente, en medio de la euforia del encuentro donde nos conocimos e hicimos amigos (porque ese derecho no nos lo quita nadie), en una noche, también intensa, en que llegamos a la casa de la excelsa pianista rumbera Teresita Gómez y en medio de entonadas recordaciones de baco y adlateres, nos posó para dichas tomas que improvisaban un homenaje a Vladimir, el inolvidable Vlado que tanto amor suscitó en la flor rosa todavía naciente y sin espinas. Y cuya magia desbordada le ocasionó mas de un sinsabor a ella pero a la postre se le convirtió en su amor de toda la vida, inmortalizado en la memoria.
Y es que en la casa de Teresita, madre de Vladimir, hay un altar a su memoria, la de ese músico y mago que encantaba a las mujeres y tuvo con Flora una intensa pasión repleta de alegrías y tristezas. Vlado de quien otra amiga, también enamorada, dijo que jamás volvería a encontrar a alguien que bailara como él. “Cuando una bailaba con Vlado era como si estuviera haciéndolo en una nube. Uno simplemente flotaba”.
El poeta de-mente abierta propuso el reconocimiento a la memoria de Vlado, y Flora, que lo adora en su silencio mudo, de “one” se hincó para prender vela a quien viajó de este mundo físico cuando más se lo necesitaba.
Después todo fue la agradable sensación de conocer en una relación amable y desprevenida a una de las mejores actrices del cine colombiano, con esa alegría que disparaban sus ojos, en medio de la cadencia de la danza que expresa su cuerpo consciente de su mágica y esplendorosa condición de mujer.