jueves, 23 de abril de 2009

Flora Martínez



Por Francisco Velásquez Gallego.



Flora es similar a una flor florecida.

La imaginaba de una manera que no se correspondía con su figura. No su belleza física que perturba a la gente, sino la calidad de inteligencia que la encarna.




Cuando me la presentaron ya la conocía, como es obvio. Mucho hablé con sus amigas para que me acercaran a ella. Quería confrontar su personalidad. Antes que mirar a la diabla quería ver la santa. En circunstancias normales. Para después formarme una idea aproximada de su manera de ser.




Fue por un poeta que tuve el honor de conectarme con ella. Un loco de Manhattan, poseído de las paganidades que apareja consigo la intensidad de la vida. Esplendoroso y cómplice de los arrebatos y dulzuras de la mal arquetipada “femme fatale”.




Supe muchas versiones de quienes la conocen, entre ellos amigos de Nueva York donde su casa es casi un templo que siempre tiene las puertas abiertas para sus conocidos. Ella es endiabladamente solidaria con las personas a quienes quiere, y no se parece a los que mantienen criterios de egoísmo en su cotidianidad.



Porque uno cree que se va a encontrar a alguien lleno de tapujos y de arrogancias, y topa con una encarnación de la sencillez más especial. Y lo mejor es que podría manejar la petulancia pero como ha sido hechura de la frescura, no le inquietan esas demostraciones sensoriales de sus colegas los actores y actrices que en general son posudos y triviales.



Flora no se arrepiente de lo que ha vivido, que ha sido intenso. Incluso desbordando tabúes y ritualizando el sentir de todos los días.



De padres colombo canadienses, goza de la doble nacionalidad, y cuenta con una familia profesional llena de satisfacciones.



La conocimos cuando llegó a Medellín para trabajar en el mayor reto de su vida: Hacer el personaje de una novela fluida pero intrascendente, y rebasar un guión que tampoco se corresponde con los afanes de una película que pueda marcar hito en la creciente filmografía nacional, aunque es dirigida por un documentalista mexicano, producida con dineros holgados y actuada por intérpretes de tres países: Otra indagación comercializada en el complejo fenómeno del narcotráfico, desde el punto de vista de la sicaresca antioqueña.



Pero muchos andamos seguros de que ella, con su versatilidad y la hermosura de su condición humana, - porque es no solo bella, sino solucionadora de problemas -, superará con creces las expectativas que tenemos sus admiradores.



Distintos a esas personas que la miran como no es. Los hombres que la ven y le espetan a uno: ¡qué labios los que tiene Flora¡, porque sólo se detienen en la primera impresión. Debieran saber lo que sale de ellos, esa voz llena de gratas palabras dichas con dicha e indescriptible ternura, que acaban de precisar la realidad de una imagen que más que sensual es intensamente humana y graciosa.



Y menos ven sus ojos que, como dice una común y adorable amiga, parecen peceras por su transparencia y la fijeza con que miran y se hacen notorios.



Así no la ven algunos de los “modelos” del periodismo nacional que se dedican a esculcarle a la imagen de Flora sus lascivias. Todavía se recuerda un enfermado reportero de televisión que no hizo sino preguntarle a través de la caja idiotizante si cuando ejercía la labor de mesera en un bar neoyorkino, los clientes le tocaban su trasero y se lo pedían. Y ella, respetuosa, no lograba que ese “gran periodista” entendiera que su trabajo era tan digno que de por si suscitaba respeto.



Se me ha parecido a Nastassia Kinski, la hija del volcán Klaus, sobre todo en su papel de madre y prostituta en una de las más sentidas películas de Wim Wenders, en una encarnación del sufrimiento humano que es incomparable, pero lo vuelvo asimilable.



“Paris-Texas” mantiene el interés sobre la desolación humana, en mucho gracias a la Kinski, arrebatadoramente inocente en la perdición que implican sus gestos de mundanidad desesperanzada. Y así hemos visualizado a La Flora cuando se prestaba a hacer papeles en telenovelas de la buena época de la televisión colombiana, es decir, cuando todavía podían verse algunos de sus programas. A tiempo comprendió que es en el cine donde tiene que realizarse.



Porque es en el cine donde se siente en su ambiente natural, y se transforma de tal modo que es capaz de interpretar los papeles más sorprendentes e incluso sin que sea el vil metal el que la provoque a actuar.



Se recuerda una historia experimental e independiente que como mediometraje filmó con unos amigos en Nueva York, dirigidos por el ecuatoriano Wilson Burbano y con el actor colombiano Juan Merchán, en la cual toda su belleza física se presta para ser vomitada en su cuerpo por el extraviado protagonista participe de una fiesta, y sin perturbarse muestra su bello rostro, cubierto con una peluca roja que contrasta con las heces humanas asidas a su piel. Y que rememoraba, sin proponérselo a la propia Nastasia Kinski en ese papel antes dicho.



Y por ello no se extraña de tales situaciones, porque en su casa la libertad se ejerce con toda la plenitud que alberga hasta los desenfrenos más rotundos de los deambulantes habitantes de la capital del mundo, ahora desolada en la tristeza de sus dos torres expugnadas. La Flora, en medio de todo, no come cuento de nadie ni de nada.




HISTORIA DE UNA FOTO






El intenso y rubicundo Ricardo León Peña Villa, en su desenfrenado ritmo que enloquece hasta al más cuerdo, llegó a hacer ensayos con Flora en Nueva York para que ella interpretara a Rosario y él a su novio bandido Ferney, en una actitud soñada que se convirtió en realidad. Incluso grabaron imágenes que le dieron rienda suelta a sus imaginarios ensayos, y que de algún modo sirvieron, sobre todo a la amiga, pues ya estaba predispuesta a lograr ser la principal protagonista del filme que ahora se rueda en Medellín.



Las placas las he tomado yo, este escribiviente, en medio de la euforia del encuentro donde nos conocimos e hicimos amigos (porque ese derecho no nos lo quita nadie), en una noche, también intensa, en que llegamos a la casa de la excelsa pianista rumbera Teresita Gómez y en medio de entonadas recordaciones de baco y adlateres, nos posó para dichas tomas que improvisaban un homenaje a Vladimir, el inolvidable Vlado que tanto amor suscitó en la flor rosa todavía naciente y sin espinas. Y cuya magia desbordada le ocasionó mas de un sinsabor a ella pero a la postre se le convirtió en su amor de toda la vida, inmortalizado en la memoria.

Y es que en la casa de Teresita, madre de Vladimir, hay un altar a su memoria, la de ese músico y mago que encantaba a las mujeres y tuvo con Flora una intensa pasión repleta de alegrías y tristezas. Vlado de quien otra amiga, también enamorada, dijo que jamás volvería a encontrar a alguien que bailara como él. “Cuando una bailaba con Vlado era como si estuviera haciéndolo en una nube. Uno simplemente flotaba”.


El poeta de-mente abierta propuso el reconocimiento a la memoria de Vlado, y Flora, que lo adora en su silencio mudo, de “one” se hincó para prender vela a quien viajó de este mundo físico cuando más se lo necesitaba.


Después todo fue la agradable sensación de conocer en una relación amable y desprevenida a una de las mejores actrices del cine colombiano, con esa alegría que disparaban sus ojos, en medio de la cadencia de la danza que expresa su cuerpo consciente de su mágica y esplendorosa condición de mujer.
FIN

jueves, 9 de abril de 2009

Sobre Cine


EL ESCAPISTA DE JOCHE

La película El Escapista de José Miguel Restrepo, más conocido como Joche, muestra vivencialmente otra de las facetas que consumen a Colombia, la de la violencia intestina que sólo es explicable como temperamento propiciado desde el gobierno (el régimen de que hablaba el ex candidato presidencial Álvaro Gómez hurtado, después victima de esa misma violencia que tanto denigraba).
Lo convincente es que aborda la dureza de la relación entre humanos en este destino geográfico, desde la perspectiva de personas despojadas del poder, pero preocupadas por desentrañar las verdaderas motivaciones de esta sinrazón que todos los días nos vilipendia en el concierto internacional.
Para un extranjero –de casi todos los demás países del mundo- es inentendible por qué Colombia se desangra en un modo tan innoble e inexplicable de violencia, pero el ejemplo de esa manera de ser se encuentra desde las esferas superiores del poder, donde todos los funcionarios públicos –con muy pocas honrosas excepciones- están convocados a robar los recursos estatales y a empobrecer cada vez más al verdadero pueblo, el de los desposeídos de la tierra y de la riqueza.
Y esa manera de actuar notoriamente genera una distancia social profunda que nos dirige hacia un abismo sin fondo, cada vez más insondable, alebrestada por la corrupción emanada desde las clases políticas y el narcotráfico que corroen todo lo que tocan.
El Escapista tiene por entorno todo ese universo y lo evidencia con la calidad de las imágenes que logra, embutido en el trasegar de la calle desde donde la cámara se convierte en ojo auscultador de la demencia que nos invade. Y en afortunada mirada, también, desde el humor que permite decantar y saborear tanta estulticia.
Es la historia de un gringo que quiere saber por qués de la violencia, no los encuentra y en medio de su zozobra es convertido también en victima de las inconsecuencias de este sistema que lo elimina para que prosigamos en la noche de los tiempos, como sobrevivientes sin esperanza ante la inutilidad y corruptela de quienes nos dominan sin respetar el derecho del hombre a existir armónicamente en el planeta.

Francisco Velásquez Gallego
Septiembre 22 del 2008.

Reseñas de Libros

LA VERDAD SIN CALZONES de Juan Guillermo Valderrama Santamaría

En la colección de temas urbanos publicados por el Instituto Tecnológico Metropolitano, ITM, de Medellín, aparece un titulo bastante satisfactorio de leer, llamado “La verdad sin calzones”, de Juan Guillermo Valderrama Santamaría, quien por los apellidos debe ser una persona pudiente de este medio social pero que cayó en la desgracia del basuco y conoció el infierno en vida.
El libro impecablemente editado con la necesaria calidad que caracteriza las colecciones del ITM, cuenta la vivencia directa del autor en los tiempos que anduvo recluido en una comunidad terapéutica y nos induce a conocer la vida en particular de cada una de las personas que más cerca tuvo en su periplo de condenado a sufrir las “temporadas en el infierno” que supone la droga.
Y no deja de sorprender en cada una de las testimoniadas historias, sobre todo por cuanto es un narrador de indiscutibles quilates que hacen resultar agradable su escritura y por ende la lectura que nos brinda para complacencia de nosotros como asiduos de las letras y artes públicas.
Valderrama se desnuda para compartir ese mundo devastador y punzante del vicioso que no tiene posibilidades de redención, ya que es reiterada su negación a la recuperación física y de salud en su estado calamitoso, fenómeno que ocurre más de una vez con casi todos los enfermos que caen a ese tipo de instituciones que sin eufemismos se llaman manicomios. Lugares proscribibles donde teóricos como Foucault dimensionaron todo su espectral funcionamiento para acabar de destruir lo poco que queda de entereza mental en sus pacientes, que más bien son reclusos. Y casi desechables humanos.
En “La verdad sin calzones” se entiende este flagelo que arruina y destruye: en un momento Valderrama cavila sobre ese lugar de confinamiento, al cual llegan desde prominentes profesionales en uso degradado de su existir, hasta asesinos y viciosos en puridad, cuyo estar en el mundo le interesa menos a ellos que a sus familias, envueltas en el dolor de tener que confraternizar con uno de sus seres queridos, inmerso en la desgracia de su ruindad.
Toda persona que se aproxima al texto referido de inmediato cae en sus “garras” porque es tanto lo impecable de su estilo narrativo y de su estructura decidora que de inmediato quiere conocer toda esa parafernalia que se presenta alrededor del vicioso, en especial cuando es testimoniada por un verdadero protagonista de las historias que se suceden, cual de todas más espeluznante desde el enfoque de lo que aparenta lo rutinario pero que mantiene un fondo devastador de gravedad para el dolor humano.
Y además sin aplicarle remordimientos moralistas, sino formulados como revelaciones desde la crudeza de un estilo que hace imperar la realidad sobre la ficción. Aquí está de nuevo el Macondo donde la existencia cotidiana es superior a la magia del día a día que nos ocupa a los mortales, para salir airosos en el arte de vivir.
Queda sólo recomendar este libro del fondo editorial del ITM porque estamos seguros que nadie que nos acepte la sugerencia encontrará motivos para recriminarnos. Y para corroborarlo les comparto la “oración” que deben rezar todos los pacientes-reclusos al presentarse en comunidad con el afán de salir del invernadero infernal en que han sido confinados:
“Estamos aquí porque no existe refugio alguno dónde escondernos de nosotros mismos. Mientras la persona no se confronte en los ojos y el corazón de los demás, está escapando. Mientras no comunica sus secretos, no hallará reposo. El hombre que teme ser conocido no puede conocerse a sí mismo ni conocer a los demás, está solo. Fuera de nuestros puntos comunes, ¿dónde mas podremos hallar tal espejo? Reunidos aquí, la persona puede al fin de cuentas manifestarse claramente a sí misma, no como el gigante de sus sueños ni el enano de sus temores, sino como un hombre, parte de un todo, con su contribución para ofrecer. Sobre este terreno todos podemos echar raíces y crecer, no ya solos como en la muerte, sino vivos para nosotros mismos y para los demás”.
Post scriptum: debo celebrar también que el autor haya conseguido salir de la condición de vicioso y que recuperara a su familia y su entorno de un modo crítico frente a la enfermedad, lo que lo hace merecedor de cálidas felicitaciones porque son pocos quienes logran dejar atrás el infernal acose del basuco y volver a la vida para enfrentar sus inconsistencias, pero asimiladas con el esfuerzo del desempeño singular del sobreviviente en este planeta que los políticos quieren desparecernos lo más pronto posible.
Otrosi: el otro título reciente en la colección se llama “Diario de un pillo”, la historia real e imaginaria de Carlos Idárraga, un bandido de los frecuentes en una ciudad como Medellín, desalmado pero con ganas de ser actor de cine, verdad que la vida le niega por idealista y violento.
Narra, directamente, cómo concibe fechorías horripilantes que se ocurren y que le frustran sus aspiraciones, hasta que lo matan por lo más cotidiano de la crónica roja: el delito de la pasión inalcanzada en su plenitud, trastocada en el encuentro esperado con la muerte. Y para colmo de males el texto que le publican se lo apañó otro tipo de pillo nuevo que desde el periodismo apropia lo que no es propio y no tiene pudor al aparecer como autor de lo que no hizo, personajillo que figura como el escritor del libro.

Francisco Velásquez Gallego.
Febrero 2009